por Jean Wyllys, diputado de Brasil y miembro de PGA
Sigmund Freud, en su libro “Moisés y la religión monoteísta” dice que las democracias son excepciones y no reglas, porque hay algo en el carácter humano que se inclina hacia el autoritarismo. Incluso la propia democracia no deja de producir enemigos internos, como dice Tzvetan Todorov. Apelan al populismo, al miedo, al discurso del odio y a la demagogia basada en la desinformación, incitando a las mayorías en contra de las minorías, para que los derechos de estos últimos no sean protegidos. Por eso, en ocasiones, somos impacientes con los tiempos de la democracia, pero este es el precio que tenemos que pagar, ya que al contrario de lo que ocurre en las autocracias y en las dictaduras, donde las cosas son determinadas e impuestas, en una democracia hay un tiempo para el debate.
En el Congreso Nacional de Brasil están representados casi todos los intereses de una nación compuesta por más de doscientos millones de habitantes de un país de extensiones continentales, pero esa representación está distorsionada. Hay muchos más hombres, a pesar de que la mayoría de la población es femenina; hay muchos más representantes blancos, a pesar de que la mayoría del país es negra; hay muchos más ricos (empresarios, estancieros, pastores millonarios), a pesar de que la mayoría de la población es pobre; y hay segmentos que casi nunca están representados, como la población LGBT. Esto explica, en parte, por qué el Parlamento, hasta el día de hoy, nunca ha aprobado un proyecto de ley que extienda la plena ciudadanía a nuestra comunidad.
Existen muchas propuestas en trámite a favor de las personas LGBT, y muchas otras contrarias. Hay derechos que dependen de leyes u otras normas. Por ejemplo, los gays no pueden donar sangre (yo presenté el Proyecto de Ley para acabar con esta discriminación); las personas trans no pueden modificar ni su nombre ni su género en documentos oficiales sin largos procesos judiciales (para modificar esto, presenté el Proyecto de Ley “João Nery”), y no existe ninguna legislación que proteja a las personas LGBT de la discriminación y la violencia, como existe, por ejemplo, la ley contra el racismo.
Pero no es sólo la Ley la que nos discrimina.
La escuela no educa contra el prejuicio y no protege del bullying a los niños y adolescentes LGBT, por presión de los fundamentalistas religiosos. No hay buenas políticas públicas nacionales para combatir la discriminación en el mundo del trabajo. Las personas trans, por ejemplo, tienen enormes dificultades para conseguir empleo y, en muchos casos, son prácticamente obligadas a entrar en la prostitución, donde, debido a que no existe una reglamentación de la profesión (mi Proyecto de Ley “Gabriela Leite” pretende corregir esto), son explotadas y no tienen derecho a nada. Los discursos de odio contra las personas LGBT circulan libremente en la política, la religión y en los medios e impactan en la vida de las personas, aumentando la violencia y los crímenes de odio. Muchas personas LGBT sufren violencia y discriminación hasta en su propia familia. Hace falta mucha política pública para ayudar a cambiar todo esto.
Por un lado, el conservadurismo instalado en el Congreso Nacional y en las cámaras estatales y municipales ha logrado impedir el avance de las propuestas que puedan garantizar el combate a la violencia; por otro lado, nosotros avanzamos en el reconocimiento de nuestra ciudadanía.
Ha sido el caso, por ejemplo, del reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo, por decisión del Consejo Nacional de la Justicia (CNJ), a consecuencia de una acción de mi mandato, luego de una decisión anterior del Tribunal Supremo Federal. La celebración del matrimonio es la legitimación social de las relaciones conyugales, por lo que privar a los homosexuales de este derecho es excluirlos de la celebración pública. Además de los derechos materiales, se trata de una exclusión simbólica que tiene un fuerte impacto cultural y social, por eso el matrimonio igualitario es tan importante.
Aun cuando este derecho ya está garantizado por la decisión del CNJ, todavía necesitamos continuar batallando para que el Congreso Nacional legisle sobre esta materia, mediante la modificación del Código Civil. Por eso he presentado, junto a la diputada Érika Kokay, el Proyecto de Ley 5120/2013. Una decisión parlamentaria, en forma de ley, tendría un impacto social y cultural que va más allá del derecho a casarse. Si extendemos – no como una decisión judicial, sino legislativa – este reconocimiento político y social del valor de nuestras familias, si el Estado reconoce en el texto de la Ley que ellas existen y que son tan importantes como las demás, eso produciría un impacto en la reducción de la homofobia en el medio plazo, al igual que ha sucedido en otros países.
Nuestro país lidera la tabla en el asesinato de lesbianas, gays, bisexuales, travestis y transexuales, pero quienes se oponen a la criminalización de la discriminación contra las personas LGBT argumentan que nuestro ordenamiento jurídico ya tiene previstas leyes para castigar la violencia, y que una ley específica dedicada a la violencia homofóbica sería un “privilegio de la comunidad LGBT”. El privilegio sería no tratar la homofobia como las otras discriminaciones. Cuando el racismo es tratado de una forma y la homofobia de otra, se abre un espacio para la jerarquización de la vida y de la dignidad de las personas.
Opino que debe incluirse la homofobia en la ley antirracismo, para que no exista esa jerarquización entre las discriminaciones, pero creo que la forma en que la ley debe encarar el problema es otra. No es simplemente por la vía del Derecho penal que vamos a erradicar la homofobia, el racismo u otros tipos de discriminación, y creo que el aumento del Estado Penal, incluso para estos casos, no es una buena idea. Considero que la violencia dura (homicidios, lesiones corporales, etc.) motivada por el odio contra alguna de las categorías que el derecho internacional reconoce (raza, religión, sexos, género, orientación sexual, identidad de género, extranjeros de nacionalidades estigmatizadas, personas con discapacidad, etc.) sí deben de ver sus penas agravadas, pero las injurias y los actos discriminatorios no violentos deben ser castigados con penas alternativas: no con una simple multa, sino con penas socioeducativas que sirvan para “curar” esta dolencia social llamada prejuicio.
Precisamos de programas contra el bullying en las escuelas, de campañas nacionales contra el prejuicio, de inversión pública en políticas a favor de la diversidad, de una legislación que permita que las personas puedan defenderse de la discriminación en el trabajo, en el acceso a los servicios públicos y en otros ámbitos de la vida social.
Siempre acostumbro a decir que la educación es transformadora. De hecho lo es. O lo debería ser en todos sus espacios. La educación proporciona el mecanismo para la (re)invención de nosotros mismos y del mundo a nuestro alrededor; eso que la filósofa Hannah Arendt llama “la vida con pensamiento”. Una vida que va más allá de la mera satisfacción de las necesidades básicas y de la mera repetición de viejos preconceptos. Por eso, también presenté el Proyecto de Ley 6005/2016 que crea el programa “Escuela libre” en todo el territorio nacional, un proyecto que defiende una escuela con pensamiento crítico, la democracia, la pluralidad y la laicidad y que combate – a través de la educación, la cultura y el conocimiento – el bullying, la violencia en todas las formas, los prejuicios y la discriminación.
Efectivamente, en los últimos años poco se ha avanzado en términos de políticas públicas para las personas LGBT en Brasil (mientras que en otros países de la región, notoriamente en Argentina y en Uruguay, pero también en Chile, Colombia y México se ha avanzado mucho más), porque tenemos gobiernos de coalición compuestos por fuerzas muy conservadoras.
Ninguna democracia puede considerarse como tal si los derechos de gays, lesbianas y transexuales no son observados y promovidos de alguna manera, si existe una discriminación jurídica, si las leyes no protegen los derechos de sus ciudadanos.
Conozco mucha gente que cree que la homofobia sólo existe cuando se mata a un homosexual. La homofobia tiene muchas maneras de expresarse. La más común de todas es la homofobia social, esa que es practicada por casi todo el mundo. Esa que es practicada por el padre o la madre cuando dicen que no quieren tener un hijo gay, que prefieren tener un hijo ladrón a tener un hijo gay; esa que es practicada por el jefe cuando despide a su empleado que ha asumido su homosexualidad, la practicada en las escuelas, por ejemplo, en relación a sus alumnos. Y aún cuando ésta no se exprese como violencia dura, igual ofende y agravia.
El gobierno del presidente Michel Temer (cuya legitimidad es fuertemente contestada por muchos en la oposición) tampoco apunta a progresos en relación al tema. El Ministerio de Salud, por ejemplo, ya recibió en audiencia a personas que defienden la patologización de la homosexualidad.
Es un momento de lucha y resistencia.
Nuestro mayor desafío es cambiar la cara del parlamento en las próximas elecciones para que varias propuestas positivas a favor de la comunidad LGBT que allí se han tramitado sean finalmente aprobadas. Y, sobre todo, movilizar a amplios sectores de la sociedad civil para que se comprometan y luchen por un cambio cultural y político que saque a Brasil de las tinieblas del oscurantismo y lo traiga al siglo XXI.